Por Lorena Franco
Cuando uno intenta buscar las razones que explican la situación actual de Colombia no sabe hasta donde remontarse. Cualquier análisis sobre nuestra actualidad nos demanda una reflexión histórica que, en el mejor de los casos, podríamos intentar trazar a pesar de las narrativas hegemónicas y en otros sería un relato confuso por la cantidad de coyunturas, actores y conflictos que enredan nuestro pasado más reciente. Dicho rápidamente, Colombia es el único país de la región que nunca ha sido gobernado por una fuerza alternativa: podemos decir que llevamos 200 años bajo el yugo de una élite que por tender a algo, tiende siempre a una derecha que de democrática sólo mantiene las formalidades.
Desde la firma de los acuerdos de paz en 2016 entre la guerrilla de las FARC-EP y el gobierno Santos, el escenario político del país parecía cambiar: el proceso abría finalmente paso a reformas estructurales como la reforma agraria necesaria para regular la tenencia latifundista y minifundista de la tierra; permitía la aparición en el campo de la política institucional de las FARC-EP y de movimientos de izquierda que desde los años 60 solo habían encontrado la guerrilla como forma de hacer política ante la falta de garantías para la oposición, y entre otros, buscaba la implementación de sustitución de cultivos ilícitos para frenar por fin un relato nixoniano de guerra contra las drogas que tanto ha desangrado el país.
La promesa de un nuevo país tras el acuerdo se iba al suelo en 2018 con la elección de Iván Duque, un personaje que vox populi “es el que dijo Álvaro Uribe”, el expresidente que actualmente está judicializado por haber manipulado testigos con el fin de que lo desvincularan de las denuncias que lo señalan como fundador del primer bloque paramilitar del país. Con la vuelta de la ultraderecha al poder, se reactivó la violencia en el campo con mayor crudeza: los paramilitares y bandas criminales camparon a sus anchas por los territorios que, una vez eliminada las guerrillas, padecen el desamparo estatal. Desde la firma del acuerdo la sociedad civil lleva denunciando el carácter sistemático del asesinato de líderes y lideresas sociales. Según el Instituto Indepaz, hasta el 30 de abril de 2021 se ha registrado el asesinato de más de 1000 líderes comunitarios y defensoras ambientales y de casi 300 excombatientes de las FARC-EP y firmantes del acuerdo. A esta cifra infame se le suman las 35 masacres cometidas en lo que va corrido del año y la confirmación por parte de la JEP (la Jurisdicción Especial para la Paz) de 6.402 mal llamados “falsos positivos”, que no son otra cosa que jóvenes ejecutados extrajudicialmente por parte de la Fuerza Pública para presentarlos como bajas en combate entre 2002 y 2008. A la impotencia por la impunidad de estas muertes se le van sumando el asesinato de al menos 37 jóvenes y adolescentes en manos de la policía en lo que va transcurrido del paro nacional. Lo que está pasando en Colombia, y no solo lo ocurrido en estos siete días de movilizaciones, no nos permite seguir hablando de democracia. Llevamos años normalizando la violencia y parece que el pueblo ya no está dispuesto a seguir haciendo de estos muertos meras cifras.
Con todo esto se entiende que el Paro Nacional convocado para el 28 de abril por las principales centrales obreras, excede por mucho la demanda de tumbar una Reforma Tributaria que pretendía llenar un hueco fiscal que el mismo gobierno había generado cuando decidió subvencionar las entidades financieras en pandemia a costa de los bolsillos de la clase media. Después de 5 días de protesta social y de al menos 21 víctimas de violencia homicida por parte de la policía en todo el territorio, Duque anunció que retiraba el texto de la reforma con el fin de tramitar un nuevo proyecto. Igual de tarde llegó la renuncia del ministro de hacienda Alberto Carrasquilla, que anunció al día siguiente su salida del cargo (según la revista Semana Carrasquilla apunta ahora a la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo). Este exministro, bajo la orden no de Duque sino de Uribe y de los banqueros, había aprobado en 2019 una reforma tributaria que rebajaba los impuestos a grandes corporaciones como petroleras, carboneras o entidades financieras. Esta es la reforma que ahora el Pacto Histórico, una alianza de varios sectores de izquierda, busca derogar para conseguir unos 9 billones necesarios para financiar políticas sociales, además de urgir al congreso a trabajar en una nueva reforma que no busque cubrir el déficit y la deuda gravando la canasta familiar y las rentas de la clase media. Colombia sí necesita reformas estructurales pero no las que está proponiendo este gobierno.
Según el último estudio del DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística) sobre Pobreza Monetaria en Colombia 2020, el 42,5% de las personas en Colombia son pobres, lo que quiere decir que durante la pandemia más de 3.5 millones de personas entraron en el umbral de la pobreza en el país más desigual de la región. Las banderas rojas en las ventanas de las casas se volvieron un símbolo común para comunicar el hambre y la falta de garantías para obedecer a un mandato de confinamiento en un país que depende hasta un 50% de la economía informal. No podemos olvidar que el actual paro nacional es la continuación de un paro que en noviembre de 2019 buscaba detener tanto la reforma pensional como la laboral y que quedó truncado por la pandemia no sin dejar al menos 4 muertos, entre los cuales estaba el joven Dilan Cruz, cuyo asesinato por parte del Escuadrón Antidisturbios de la policía (ESMAD) sigue en la impunidad pues quedó en manos de la justicia militar. El pliego de demandas que se desarrolló a lo largo de ese paro puso en evidencia que el país ya no protestaba únicamente por las reformas que este gobierno nos había querido vender infructuosamente, sino por un centenar de razones que se resumían en el hartazgo, el descontento y la rabia que el pueblo siente hacia su desgobierno.
Hoy día no nos da vergüenza decir que marchamos y paramos por una cuestión tan general como lo es el mal gobierno. Durante al menos 20 años, gracias a los esfuezos del uribismo, Colombia fue presa de una retórica y un imaginario de “seguridad democrática” y de “guerra contra el terrorismo” que consolidó la estigmatización de la protesta social y de las fuerzas sociales alternativas que defienden los DD.HH y ambientales. Bajo el esquema de Uribe, toda oposición era potencialmente “guerrillera”, “terrorista”, “antidemocrática” y «castrochavista» hasta el punto en que nos parecía normal que matar seres humanos estaba justificado si llevaban una capucha, si se cambiaban de ropa durante manifestaciones, si participaban en movimientos asamblearios o incluso si eran campesinos pobres. Es precipitdo decirlo, pues como cualquier fenómeno que no ha concluido cuesta pensarlo y entenderlo, parece que “estas narrativas megamacartianas están obsoletas” como señala el senador Wilson Arias; el discurso peresozo que enfrenta “vandalos” contra “gente de bien” ya no se sostiene y la nueva generación ya no traga con la misma facilidad las declaraciones tanto del ministro de defensa Diego Molano como de la Fiscalía según las cuales las protestas de los últimos días serían «terrorismo de baja intensidad» organizado por la guerrilla del ELN y las disidencias de las FARC. Podríamos llamar a este gobierno, entre otras tantas cosas, un gobierno de eufemismos: a la reforma tributaria le llamaron «Ley de solidaridad sostenible»; a las protestas «revolución molecular disipada» haciendo eco de las doctrinas de un «intelectual» neonazi chileno; a la militarización de las ciudades «asistencia militar» y ahora el Centro Democrático (partido que gobierna) está sugiriendo el estado de sitio bajo el nombre de «estado de conmoción interior».
Cuando uno enciende la televisión o la radio en Colombia no puede sino escuchar de los medios tradicionales el mismo discurso oficial: los “vándalos” quemaron, rayaron, rompieron, provocaron atascos, y un largo etc que cualquiera que mínimamente sepa cómo se defiende mediáticamente la violencia estatal podría adivinar. La revictimización de quienes protestan se presenta en un discurso que busca responsabilizar al paro de todo lo que hasta ahora ha sido ineptitud del gobierno: el descontrol de la pandemia y los obstáculos para alternativas económicas y sociales. Esta narrativa parece perder solidez y credibilidad gracias a la proliferación de medios de comunicación alternativos como La oreja roja, 070, La línea del medio o Hekatombe que están narrando la protesta desde nuevos enfoques y a la gran cantidad de fotos, videos y denuncias que han circulado por redes sociales a través de plataformas como Primera línea o Escudos Azules. El día después del estallido de violencia policial en Cali, alrededor de 100mil personas presenciaron a través de un live de Instagram el asesinato de Nicolás Guerrero, un joven que recibió un impacto de bala por parte de la policía cuando buscaba disipar una velatón pacífica organizada en memoria de los muertos del 30 de abril . Por esta misma razón, la censura y los cortes en las redes de internet han sido una de las principales armas para reprimir y silenciar la avalancha de denuncias de brutalidad policial.
Desde hace días, cuando cae la noche, la presencia de escuadrones antidisturbios convierten las protestas pacíficas y hasta festivas en situaciones de miedo, tensión y violencia. La noche del 30 de abril Cali fue testigo de uno de los mayores escenarios de violencia policial mientras todos mirábamos las retransmisiones y denuncias en vivo. A pesar de la prohibición del uso de armas de fuego por parte de la Fuerza Pública, la policía disparó contra la gente en Cali, Palmira, Tumaco, Pereira, Manizales y Bogotá, entre otros territorios. Desde aquella noche se han hecho recurrentes los cortes de luz en barrios periféricos de las principales ciudades en los que la policía aprovecha para atacar a los ciudadanos, lanzar gases lacrimógenos incluso dentro de las casas o provocar situaciones de máximo riesgo para la vida como dispersiones de manifestantes con armas de fuego.
A pesar de una aparente condena de la comunidad internacional (ONU, OEA, Amnistía Internacional) por el uso excesivo de la fuerza para el control de la protesta en Colombia[1], seguimos sin tener cifras oficiales sobre las violencias acontecidas en el marco del paro. En este momento la sociedad civil y los periodistas son quienes están elaborando la tarea, que debería realizar el gobierno, de verificar las cifras que están proporcionando ONG’s como Campaña Defender la Libertad, FLIP, o la plataforma Grita de la ONG Temblores. El tardío informe de la Fiscalía y el reporte de la Defensoría del Pueblo presentan un subregistro con respecto a las cifras que proporcionan las ONG’s: frente a los “presuntos” 24 asesinatos que estudia la Fiscalía y los 89 desaparecidos que reporta la defensoría, Temblores habla de 1708 casos de violencia policial, de las cuales 37 son víctimas de violencia homicida, 831 son detenciones arbitrarias, 22 son víctimas de agresión ocular, 110 son casos de disparos de arma de fuego por parte de la policía y 10 son mujeres víctimas de violencia sexual por parte de la Fuerza Pública. Esta alarmante diferencia hace eco del silencio que tanto el gobierno como los medios tradicionales mantienen en consonancia con la represión como principal herramienta para la gestión de la protesta social en el país. La ausencia de investigación por parte del Estado y la avalancha de denuncias que están recibiendo estas plataformas genera un clima de incertidumbre y desamparo que ha llevado a estas ONG’s a recomendar a la ciudadanía que evite la participación en las protestas después de las 6 de la tarde pues tienen información suficiente para concluir que no existen garantías para el derecho a la protesta y que “existen acciones articuladas, premeditadas y deliberadas por parte de la fuerza pública de violentar a la ciudadanía para, de esta forma, sembrar terror e impedir que se ejerza el derecho constitucional a la protesta social”[2].
El desproporcionado número de personas que han sufrido de la brutalidad policial y las muertes que no cesan en las noches, han obligado a la población a declararse en paro indefinido. Tras una semana no se trata únicamente de la oposición a reformas impopulares como la tributaria o el plan de reforma de salud que planea un sector del congreso para privatizar el ya paupérrimo sistema de salud público que nos queda, sino del reclamo desesperado contra la impunidad de la violencia policial y por el regreso de la democracia. Tenemos un congreso que desde el inicio de la pandemia no se reúne sino a través de sesiones virtuales en las que es común la ausencia de más de la mitad de los funcionarios pues se encuentran por fuera del país. A la negativa del gobierno a escuchar los reclamos de la sociedad se le suma la desconexión de una clase política (la misma élite endogámica de siempre) respecto al recrudecimiento de las condiciones para la vida digna de su población durante la pandemia.
En las calles se hace evidente que este paro, entendido como fenómeno social, no es más el resultado de convocatorias puntuales por parte de comités o centrales obreras. Estamos asistiendo a la emergencia de una ciudadanía pensante que no repite las arengas de los sindicatos, que se reúne de forma espontánea y hace de diferentes lugares (poco concurridos en previas marchas) puntos de encuentro para compartir un sentimiento de hartazgo pero también de esperanza. La generación que no tiene nada, los jóvenes, son quienes están en las calles a pesar del peligro que representa estar en ellas; son también ellos quienes en un esfuerzo de pedagogía están iniciando un diálogo intergeneracional con sus mayores que son quienes han mantenido por 20 años el uribismo en el poder y quienes protestaron débilmente en el pasado contra los recorte en materia de derechos que ahora todos padecemos. Ahora mismo este es un país de madres intentando convencer a sus hijos e hijas de que no salgan por miedo a lo que pueda pasarles. A pesar del mantenimiento de la extrema derecha antiderechos y antidemocrática en el poder no deja de ser cierto que el cambio generacional y los acuerdos de paz sí que han abierto nuevos escenarios para hacer política en Colombia. A pesar de la reiterada frustración que implica la protesta social en el país, puesto que la estrategia principal del gobierno ha sido la sordera, estamos por vez primera ante un escenario que considerábamos impensable, uno en el que quizá este gobierno no pueda acabar su mandato y uno en que de seguro ya perdió su legitimidad y popularidad.
La mesa de diálogo que convocó el presidente el pasado 4 de mayo entre las principales organizaciones sindicales, sectores políticos y representantes de distintos movimientos de la sociedad civil, corre el riesgo de convertirse en un diálogo ineficiente entre representantes oficiales del paro (como el de 2019) que disfraza una serie de negociaciones con los principales gremios para desactivar el paro y dejar sola a la juventud que lo sostiene en las calles. En este punto la sociedad que marcha está exigiendo unos mínimos que el gobierno debería atender si pretende desactivar el paro: una reforma policial que incluya la investigación y judicialización de los miembros de la Fuerza Pública; una renta básica que exige una reforma tributaria progresiva donde los grandes lobbies y el 1% de los ricos paguen; la revisión de las reformas de salud, laboral y pensional, y la restitución de la democracia y de un congreso eficaz que limite finalmente el autoritarismo del ejecutivo. Estas reformas y exigencias ya están contempladas en los acuerdos de paz e incluso en nuestra constitución, por lo que su efectiva implementación no dejará de ser una de las prioridades de este paro. El horizonte de estas movilizaciones puede ser poco concreto por la pluralidad y grandeza de las demandas. Sin embargo, sabemos que en este punto de no retorno no podemos sino agotar los recursos democráticos que nos permiten exigir un gobierno de transición, de postconflicto y efectivamente democrático.
[1] https://www.ohchr.org/EN/NewsEvents/Pages/DisplayNews.aspx?NewsID=27054&LangID=E