Previo: Es complicado hablar de esperanza en medio de la actual pandemia mundial. Las noticias, tanto en lo referente a enfermos y fallecidos como a personas que han perdido su trabajo, son dramáticas. Este texto surgió antes de la declaración de la pandemia, en torno al seminario de ecología política Tiempo que ganar, y fue finalizado el día que, aparentemente, se alcanzó el pico de contagios en España. Creemos que puede ser útil: aunque parte del cambio climático, que hace tan solo cuatro meses era la mayor amenaza existencial a la que nos enfrentábamos, nuestras propuestas van dirigidas, en última instancia, a la superación del modo de producción capitalista, que está en el origen de la crisis ecológica y social de la cual el cambio climático y el coronavirus son, al menos en parte, manifestaciones paralelas.
En Europa, y en concreto en España, el debate entre el gran público sobre cómo de ambiciosos y agresivos debemos ser en la lucha contra el cambio climático se ha abierto muy recientemente. Aunque lleve unos años de retraso respecto a Estados Unidos, lo cierto es que no parte de donde partió allí: la gran mayoría de la sociedad entiende que el cambio climático es una realidad, y que su causa es la emisión de cada vez mayores cantidades de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera como consecuencia de la actividad humana. Por tanto, en general, el enemigo al que nos tenemos que enfrentar no es uno que defiende que estos son ciclos naturales, ni que cuestiona las medidas de temperatura de los satélites, ni la relación entre la concentración de CO2 y el aumento de temperatura. Los enemigos son otros, más sutiles: aquellos que surgen de los desequilibrios exagerados entre esperanza y miedo, ya sea en un sentido o en otro. Cuando estos desequilibrios son muy grandes, cuando la esperanza es mucho mayor que el miedo o el miedo mucho mayor que la esperanza, la incertidumbre desaparece, y el futuro parece claro. Y como parece claro, la conclusión evidente es que no necesitamos, o no podemos, actuar de ninguna forma en el presente para alterar ese futuro.
Estos enemigos toman principalmente dos formas. La primera de ellas surge cuando el miedo es mucho mayor que la esperanza. Hace décadas que el consenso científico avisa de la peligrosa relación entre el aumento desmedido de gases de efecto invernadero y el aumento de temperatura global; las nefastas consecuencias para la vida en el planeta tal y como la conocemos son de sobra conocidas, y ha dejado de ser un tema de un futuro indeterminado: estamos viviendo ya sus consecuencias. Sin embargo, no parece que hayamos variado un ápice el rumbo. Al contrario: cada año emitimos más cantidad de gases de efecto invernadero a la atmósfera; siguen buscándose yacimientos petrolíferos para explotar cuando se gasten las reservas actuales (reservas que, de quemarse, nos colocarían irremediablemente rumbo a un aumento de 4º C); la gente dice que es un tema que le preocupa, pero no parece estar actuando de forma contundente. Ante esto, hay quienes concluyen que nos dirigimos de forma inevitable al colapso civilizatorio y a la desaparición de gran parte de la vida en la Tierra. Ya es demasiado tarde. Hemos atravesado demasiados puntos de inflexión, el sistema tiene demasiada inercia, no hay recursos suficientes para cambiar de forma apreciable el futuro. Entre ellos, hay quienes se lamentan de que no hayamos podido hacerlo mejor, y hay quienes abrazan el cinismo nihilista de que esto son buenas noticias para el planeta, porque la humanidad es un virus y su extinción es una buena noticia a nivel cósmico. Este cinismo es por supuesto el de quien sabe que no será él ni sus seres queridos quienes se mueran de hambre por la pérdida de líneas de suministro, quienes tengan que malvivir sin acceso a agua potable o quienes contraigan malaria; el cinismo de quien cree que sobra gente en el planeta pero no él en concreto: gente más marrón, más pobre.
Independientemente de la aproximación más o menos mezquina a esta forma de ver el futuro, la conclusión es la misma: no hay nada que hacer a día de hoy. El momento de actuar, si es que alguna vez lo hubo, ha pasado. Estamos en un barco que se hunde irremediablemente: las únicas opciones son intentar encontrar hueco en una balsita o darse un último atracón de comida mientras la orquesta sigue tocando y esperamos que el agua nos cubra.
La otra forma que toma el gran enemigo al que nos enfrentamos de cara a articular un movimiento por un mundo más justo es la que surge en el caso contrario: cuando la esperanza es mucho mayor que el miedo, y la incertidumbre desaparece para convertirse en optimismo inquebrantable. Sí, nos pintan el cambio climático como la gran crisis civilizatoria, pero también nos dijeron que el agujero de la capa de ozono nos mataría. Lo cierto es que parece que hay cierta tendencia a crear alarma, y al final siempre salimos de esta. Si el problema son las emisiones de gases de efecto invernadero, pues nos compramos un Tesla y nos ponemos unas placas solares en los techos de las casas. A unas malas podemos rociar con sulfuro la atmósfera para modificar el albedo del planeta y bajar las temperaturas. Sea como sea, debe existir una solución tecnológica: energías verdes, cultivos resistentes a sequías, geoingeniería, o llegado el momento terraformar otros planetas… Esta visión sirve para reconfortar tanto a amantes del status quo, que encuentran consuelo en creer que no hay necesidad de cambiar el sistema radicalmente porque Elon Musk nos salvará, como para personas progresistas que, inmersas en la época en la que, en palabras de Engels, “tras nuestra victoria, la naturaleza se toma su venganza”, necesitan creer que una victoria definitiva es posible: a fin de cuentas, la tecnología ha evolucionado tanto que no parece descabellado que sea cuestión de tiempo que avancemos a una sociedad post-trabajo, en la que las inteligencias artificiales y los robots, impulsados por energías verdes, nos permitan emanciparnos completamente, tal vez incluso del clima.
De nuevo, la conclusión que subyace a todos los diferentes sabores del tecnoutopismo es la misma que en el caso del derrotismo: no hay que hacer nada ahora. Quienes saben de este tema, los científicos, los ingenieros, se encargarán de esto. Al fin y al cabo, no tiene sentido que la Era de la Razón acabe en una espiral de irracionalidad climática.
Nuestro trabajo es por tanto caminar la línea, con suerte no demasiado fina, que separa ambos extremos: utilizar el miedo como chispa inicial y la esperanza como combustible del motor del cambio. Señalar al enemigo, a quienes se lucran con este sistema y se sientan sobre un trono de huesos y polvo, y decir que su reino no puede ser eterno. No ser derrotistas pero tampoco complacientes. No dejarnos superar por todo lo que sabemos que está mal. Ser tal vez pesimistas de la inteligencia, pero sobre todo optimistas de la voluntad, parafraseando a Gramsci.
Y en esto podemos contar con la ayuda de una herramienta que, tras gozar de gran popularidad en el pasado, y pese a su probada eficacia, ha sido ignorada durante largo tiempo por la izquierda política. Hablamos de la utopía, y de su capacidad movilizadora.
La utopía tiene una historia tan larga, al menos, como la del arte. Utopías son las pinturas de Lascaux, de hace más de quince mil años, que muestran un mundo de alimento abundante, sin escasez. Utopía es también el paraíso cristiano plasmado en la Biblia, en el que los que lo merezcan estarán libres de todo sufrimiento. Vivir siempre ha sido complicado y doloroso, e imaginar un futuro en el que las preocupaciones desaparezcan, las heridas sanen y la barriga siempre esté llena ayuda a sobrellevarlo.
La necesidad de una visión utópica, un objetivo al que aspirar, ha estado presente en la mayoría de los movimientos políticos de masas: la rebelión campesina de Thomas Müntzer buscaba el establecimiento del Reino de Dios, aunque por el camino hubiera que enfrentarse a (y ser destruidos por) los Príncipes de la Tierra; en la revolución de Octubre de 1917 la sociedad sin clases se percibió, por primera vez, como algo que se podía alcanzar en vida de los revolucionarios. Podría pensarse que la tangibilidad de la utopía en esos primeros momentos hizo más patente y dolorosa la distancia entre los (numerosos y, hasta hoy, irrepetibles) avances conseguidos y el objetivo revolucionario. Pero también parece claro que el contraste entre las miserables vidas de siervos del Zar y la promesa de justicia, bienestar y libertad para todos jugó un papel decisivo en la unión de miles y miles de personas en organizaciones socialistas clandestinas, primero, y un movimiento obrero capaz de enfrentarse al imperio ruso y vencer, después.
Cada época y cada grupo ha tenido, por tanto, sus utopías. Y las utopías de unos son las distopías de otros. Más bien al contrario: decía hace poco William Gibson, padre del ciberpunk ochentero, que le escribe gente, ingenieros de Silicon Valley en concreto, para felicitarle por las ideas de sus libros, que les habían inspirado para meterse en el mundo de la tecnología. El pobre se quedaba con cara de tonto, susurrando a la pantalla de su ordenador “pero esos eran los malos”.
No solo el presente es bastante mejorable, hace tiempo que las utopías no están a la altura: las distopías se leen como manual de instrucciones para el mal y la política de izquierdas se limita a intentar controlar los más brutales instintos del neoliberalismo. La literatura y el arte reflejan esto y dan señales de un agotamiento de la imaginación o, al menos, de la esperanza. No nos quedan utopías, ninio, solo irtirandotopías.
Esto nos podría haber valido en otro momento, pero no ahora: con una (¡dos!) emergencia planetaria en marcha y el fascismo global mejor posicionado que nadie para aprovecharse del sufrimiento que provocará, que ya provoca, el cambio climático y el agotamiento del modelo social y civilizatorio existente. Necesitamos utopías fuertes, ambiciosas y al mismo tiempo creíbles. Utopías que de verdad lo sean para la mayoría, y no las fantasías dirigidas a una élite minoritaria que nos han hecho pasar por esperanzas colectivas.