Por Ivan Montemayor
“Y no desesperemos, que el camino a recorrer ha de ser ser largo”
Salvador Seguí, 1920
Cádiz, diciembre del 2021.
La ciudad acaba en llamas después de las duras protestas de los trabajadores del metal. La huelga ha sido el chispazo que ha prendido el incendio del malestar social acumulado en un territorio que acumula muchos problemas: precariedad, paro juvenil y pobreza. La lucha de clases siempre vuelve. Cómo es habitual, los medios se centraron en las imágenes de barricadas con contenedores y neumáticos quemando para criminalizar las protestas.
Ahora bien, ¿por qué protestaban los trabajadores y vecinos de la Bahía de Cádiz? ¿De qué discutieron los sindicalistas con la patronal durante intensas negociaciones? ¿Cómo empezó todo? La respuesta es la inflación: los trabajadores querían aumentar las subidas de los salarios reguladas en convenios colectivos.
Un escenario de mayor inflación, que avanza animada por la subida de la electricidad (y especialmente del gas natural), podría llevarnos irremediablemente a una situación de pérdida de poder adquisitivo para las clases trabajadoras. De hecho, ya hemos visto como la inflación está teniendo un impacto directo en los inquilinos de viviendas de alquiler, al ascender las rentas con las subidas de enero. Los salarios, a diferencia de los alquileres, no tienen mecanismos tan automáticos para adaptarse a los escenarios inflacionarios. Y no es ninguna casualidad.
Si miramos hacia atrás, podemos recordar como la hiperinflación de la década de los setenta provocó un significativo malestar en las clases trabajadoras. La crisis del 1973, derivada del conflicto del Yom Kippur, provocó una subida nunca vista de los precios del petróleo. En esta coyuntura de crisis económica, Europa vivió impresionantes huelgas y protestas obreras, y es en este contexto que el antifranquismo se desarrolla en los centros de trabajo. En Cataluña, la crisis industrial y el aumento del paro hicieron que ciudades como Sabadell fueran protagonistas de huelgas como la Huelga General Política de 1976.
Volviendo al presente, hemos cerrado Febrero con una subida de los precios de más del 7%, y esto supone la mayor subida interanual desde el 1989. Ya 2021 ha sido un año marcado por procesos de aumentos de precios y problemas de escasez de materias primas y de aumento del coste de la electricidad. Aquí haría falta, sin caer en discursos apocalípticos, darnos cuenta de que estamos llegando a los límites naturales del planeta y que nuestra dependencia del gas natural puede provocar significativas subidas en la factura de la luz.
Por otro lado, está la guerra. La agresión imperialista de la Rusia de Putin para controlar Ucrania ha venido acompañada de fuertes sanciones económicas que incluyen la expulsión del sistema interbancario SWIFT. Pero hay excepciones, el comercio de petróleo y gas natural con una potencia productora como Rusia de momento se ha excluido de las sanciones. Es evidente que Rusia puede usar el recorte de las provisiones de gas natural como arma económica, y que todo esto tensionará intensamente el mercado eléctrico. Es temprano para prever que puede pasar y la incertidumbre está servida. Toda especulación puede ser siempre apresurada, pero nada nos puede hacer pensar que en este contexto se modere una escalada de los precios que antes o después repercutirá en nuestras clases populares cuando vayan a hacer la compra semanal a su supermercado.
De creer a Keynes, era sabido en la época en la que el economista escribió Las consecuencias económicas de la paz que Lenin había asegurado que la mejor forma de destruir las bases de la sociedad capitalista era “corromper la moneda”. La inflación pone en alerta a los sectores empresariales ya que intensifica los antagonismos de clase. No por nada, el presidente de la CEOE afirmaba hace poco que la inflación es el “peor enemigo” de España. Según la patronal, se tiene que promover una contención salarial que evite una espiral inflacionaria, de forma que ahora no tocaría subir los salarios. Solo las empresas más productivas tendrían la capacidad de hacer subidas salariales de, como máximo, un 2,5% de aumento.
¿Podrán mantener CCOO y UGT su política de concertación a la vez que amenazan con la capacidad para promover huelgas sectoriales? Lo cierto es que el sindicalismo más combativo se encuentra hoy por hoy en el País Vasco. A continuación, vendría Cataluña, donde ha aumentado durante la última década el peso de sindicatos alternativos en sectores precarios, y podemos destacar la central libertaria Confederación General del Trabajo. Por lo tanto, de momento podemos vivir una tensión entre concertación y conflictividad, que pueda poner en alerta en las diferentes patronales para intentar llegar a pactos preventivos que supongan subidas de salarios asumibles por las patronales.
Por fuerza habrá sectores o bien directamente empresas concretas que no podrán asumir al mismo tiempo una subida de los costes de la energía y los costes laborales. Es aquí donde puede haber un aumento de la conflictividad laboral, en los sectores con menos proyección futura y que ya se consideran obsoletos. ¿Cómo podrán la industria automovilística o el sector del metal encarar un aumento de las materias primas, un aumento de los salarios y a la vez un muy posible estancamiento de las abanicas? ¿Cómo podrán competir para bajar los precios sin rebajar los salarios? Además, desde el 2011 la participación de los beneficios empresariales en el PIB supera a la de los salarios, lo cual ya nos muestra que los niveles de acumulación de plusvalía se asemejan más a las condiciones prefordistas y no tanto al siglo XX. La lucha de las clases trabajadoras tiene que estar dirigida a menguar estos pinguesbeneficios.
¿Y como afecta todo esto a los sectores menos sindicalizados? Repartidores de Amazon, camareros, riders, becarios, trabajadores externalizados en enormes Call Centers, falsos autónomos y un largo etcétera de personal en situación precaria puede ser el mayor perjudicado. Estos son los sectores que la patronal considera menos productivos y que por lo tanto no tendrían que ser susceptibles de subidas salariales. Si bien el fenómeno de la Gran Dimisión nos muestra un rechazo al trabajo y un deseo de mayor tiempo vital que hace falta no ignorar, la realidad es que las personas trabajadoras sin una “comunidad laboral solidaria”, en términos de Guy Standing, difícilmente pueden luchar por aumentos de salarios.
Solo las renuncias pueden generar una situación de carencia de fuerza de trabajo que condicione a los empresarios a subir los salarios como incentivo por no abandonar los puestos de trabajo. Finalmente, también se pueden ver muy perjudicados los pensionistas que cobran subsidios o los perceptores de rentas mínimas si estas no aumentan a la misma velocidad que la inflación. En este escenario inflacionista, la necesidad de una Renta Básica Universal suficiente para cubrir necesidades vitales se hace más urgente que nunca.
A veces tenemos tendencia a ver más las limitaciones y las derrotas, de forma que la desesperanza nos paraliza y nos aleja de la paciencia necesaria para avanzar. Una pandemia seguida de una guerra internacional parecería la más triste de las perspectivas, próxima a la catástrofe. Pero recordando las luchas del pasado es evidente que en momentos así es cuando tenemos que defender que existen horizontes de futuro. Una sociedad más igualitaria, pacífica y feminista. Un mundo en que los hombres no tengamos que ser carne de cañón de guerras imperialistas ni mano de obra barata de empresarios codiciosos. No morir ni en guerras, ni en accidentes laborales, ni en suicidios por la crisis de salud mental.
Como decía Paco Candel, hay que embellecer el mundo de la clase trabajadora. Sin duda, las fuerzas sindicales que quieran estar en la vanguardia y avanzarse a un tiempo marcado por la crisis económica y los estragos de la carencia de recursos naturales, se tendrían que plantear aumentar el nivel de combatividad para negociar con mayor fuerza. Se encuentran en la etapa adecuada para pasar a la ofensiva para reclamar subidas de salarios y, también disminuciones de la jornada laboral.
¿Veremos el despertar del sindicalismo?