por Jaume Montés y Roc Solà
[Puede leerse en catalán aquí]
Layla Martínez (Madrid, 1987) es traductora, escritora y editora en el sello independiente Antipersona. Ha coordinado e impartido talleres de lectura, ciclos de cine y charlas sobre historia de las mujeres y de los movimientos sociales. Tiene una sección en El Salto llamada “La tostadora” y su ensayo más reciente, Utopía no es una isla (Episkaia, 2019), explora la idea de la utopía en los últimos siglos y la posibilidad de construir un horizonte alternativo en el presente. Carcoma (Amor de Madre, 2021) es su primera novela.
La entrevista fue realizada en el Ateneu L’Harmonia, donde estaba teniendo lugar “Grapa i Tinta”, un festival de ilustración y autoedición. Ante la falta de Coca-Cola Zero, nos tuvimos que conformar con unas cañas y unas empanadillas de verduras y setas.
Si en Utopía no es una isla reivindicabas la ciencia ficción como forma de imaginar mundos mejores (el cosmismo soviético, Star Trek o las obras de Ursula K. Le Guin y Kim Stanley Robinson), ahora te has adentrado en el género del terror. ¿A qué se debe este cambio y qué puede tener de interesante?
Escribir ensayo y escribir novela son dos cosas distintas. A mí me parece más difícil escribir ficción que no-ficcion porque, al final, en el ensayo —y el de Utopía… era un ensayo muy narrativo con perspectiva histórica—, si hubo un personaje histórico que hizo algo que no tenía sentido, que era una tontería o que no tenía ninguna lógica, pues no pasa nada; como lo ha hecho, solo hay que contarlo. En cambio, con la ficción se debe tener una verosimilitud que muchas veces la realidad no tiene. El ensayo en tanto que postura política —en el caso de Utopía…, la necesidad de tener esperanza y de crear imaginarios colectivos en positivo, partiendo de esta sensación que tenemos todos de que el futuro va a ser peor— era un discurso que me parecía interesante. La ficción tiene estas otras cosas malas, pero permite ser más salvaje, hablar de venganzas, etc.
En general, la ciencia ficción es un género brutal, quizá el mejor, para dar cuenta de las ansiedades colectivas respecto al futuro, pero también de las esperanzas. Sin embargo, el terror me parece que es el mejor género para pensar los miedos del propio presente. De hecho, los grandes escritores del terror hacen eso: detectan ansiedades o medios colectivos y tiran de ese hilo. Por ejemplo, Stephen King con It está hablando de las desapariciones de niños; o los fenómenos paranormales de la casa de Poltergeist se deben a que está construida sobre un cementerio indio y, por tanto, hace referencia a la ansiedad de la sociedad norteamericana de que, en el fondo, es colona —sí, has vencido y arrasado su lugar sagrado para construir chalets, pero te sigues quedando con la ansiedad cultural de saber que esa tierra no era tuya, sino que las has colonizado—.
Entonces, ¿dirías que el terror es la mejor forma de hablar descarnadamente del contexto social?
Sí, sobre todo como forma de detectar qué ansiedades o qué miedos tiene una sociedad y reflejarlos. Por ejemplo, hablando con La biblioteca de Carfax —una editorial solo de terror—, me contaban cómo en la época victoriana las mujeres escribían prácticamente solo sobre casas encantadas y fantasmas. Las editoras me decían que eso reflejaba muy bien el hecho de que el espacio doméstico para las mujeres era un sitio que generaba miedo; que no era el refugio o sitio de descanso que era para los hombres, sino que para ellas era un lugar peligroso. Entonces, viendo la evolución de los temas que ha abordado el terror, se detectan muy bien las ansiedades colectivas que han ido funcionando por las clases sociales.
Otro ejemplo: a finales del siglo XIX, salen un montón de noticias en la prensa sobre las criadas que matan a sus señores y se produce como una especie de pánico social a las criadas asesinas. ¿Qué es lo que está pasando en realidad? En un momento de auge del socialismo y de organización del movimiento obrero, de repente los burgueses dicen: “tengo al enemigo metido en casa e igual está pensando en conspirar contra mí o en asesinarme”. Está claro que eso estaba reflejando la ansiedad de la burguesía con la proletaria que tenían en casa. De hecho, durante esa época salió un montonazo de noticias con varios casos de criadas que asesinaban a sus señores. ¿Se dieron más que en otro momento histórico? Seguramente no, pero, en ese momento, el socialismo y la organización del movimiento obrero hicieron pensar a los burgueses que la proletaria que tenían en sus casas, que conocía todas sus intimidades y que estaba viviendo con ellos, tal vez tramaba algo.
En relación con esto, estuvimos investigando y se trata de un tema con un trasfondo bastante psicoanalítico. Hay un cuento de terror de E. T. A. Hoffman, El hombre de la arena, que Freud tomó como punto de partida para construir el concepto de lo siniestro. Lo siniestro vendría a ser una variante de la angustia por la cual lo familiar se torna raro, lo raro se torna familiar o ambas situaciones se dan a la vez. De hecho, haciendo un análisis lingüístico del concepto, Freud concluye que lo siniestro constituye el extremo opuesto de lo íntimo y familiar, pero que también alude a lo oculto y a la palabra “casa”.
Claro, y además tiene una dimensión en clave de género más que evidente. La vivencia del espacio doméstico para las mujeres y para los hombres ha sido históricamente muy diferente. Es lo que decía antes: si el esquema del patriarcado era —es— las mujeres en el espacio privado y los hombres en el público, para estos la casa significaba refugio y el sitio de descanso, pero para aquellas significaba trabajo doméstico, cuidados y, muchas veces, violencia. Pero, vamos, igual que hoy. Con las estadísticas en la mano, una mujer tiene muchas más posibilidades de que la agredan en su casa que en la calle. Todas estas vivencias —dónde está el peligro para unos y para otros, el terror de las casas encantadas, etc.— están reflejando las ansiedades de las familias y los traumas heredados. Es que, hilando con lo anterior, el terror sirve mucho para reflejar los miedos.
“El prestigio cultural en las altas esferas y la influencia cultural a menudo no van de la mano”
A ratos, en Carcoma resuenan ecos de eso que se ha venido llamando “terror latinoamericano”. Por ejemplo, existen similitudes con la denuncia de la última dictadura argentina que hace Mariana Enríquez en Nuestra parte de noche o los feminicidios que expone Dolores Reyes en Cometierra. ¿Cuáles han sido tus influencias a la hora de escribir la novela?
Creo que la gran tradición del terror es la anglosajona. Es verdad que se trata de una percepción influida por el tema del inglés y el imperialismo cultural, que limitan mucho lo que nos llega, pero seguramente ellos tengan la tradición del terror más potente. Sin embargo, yo no he leído casi a Stephen King y he estado muy alejada de la literatura de terror anglosajona, por lo que no creo que tenga tanta influencia de allí en comparación a lo que se ha hecho últimamente en Latinoamérica. O incluso al realismo mágico, que es una etiqueta que funcionó muy bien pese a que, en realidad, Pedro Páramo sea una novela de terror clásica: hay fantasmas, muertos, aparecidos. Esto lo hablaba con Nacho en la entrevista que me hizo hace poco en eldiario.es. Lo mismo ocurre con Cien años de soledad: hay muertos, maldiciones, hechizos, conjuros, que hacen que sea una novela muy cercana a la fantasía. Por mis lecturas, creo que la influencia viene más de esto que del mundo inglés. En España, también hubo esta tradición: Gustavo Adolfo Bécquer y Emilia Pardo Bazán tienen relatos de terror. Pero parece que, después del XIX, esta tradición se cortó y todo pasó a ser realismo y, más concretamente, realismo social.
Además, el terror sigue estando un poco denostado: parece que un escritor/a de terror, ciencia ficción o género fantástico sea de segunda. A mí eso me da mucha rabia, porque es que en el cine es aún más significativo que en la literatura, por el impacto tan grande que las películas de terror tienen en la cultura pop. Probablemente, los grandes impactos culturales han sido de películas de terror, mucho más que de otros géneros. El exorcista, Poltergeist, El sexto sentido. Es que tuvieron un impacto cultural enorme —de hecho, se ha reproducido mil veces la estética, se han quedado frases de las películas en el imaginario popular, etc.— y, en cambio, ¡siempre parecen algo de segunda! El otro día estaba escuchando a Fernanda Trías, cuyo último libro es una distopía, y se empeñaba un montón en decir que su libro no es ciencia ficción, sino “ficción especulativa” —pasa que se trata de una distopía muy clásica, de ciencia ficción, pero ella diciendo que es ficción especulativa y tal—. Claro, yo lo entiendo, porque la asociación que se hace de la ciencia ficción es como algo muy de máquinas, space operas, viajes por el universo o cosas así, y muchas veces una distopía no tiene nada que ver con eso. Entonces, como que Trías quería distanciarse del género, pero me pareció muy significativo esta necesidad de evitar que te pongan la etiqueta, porque da la sensación de que son géneros que no tienen prestigio a pesar de que sí tienen influencia cultural. Aunque a menudo el prestigio cultural en las altas esferas y la influencia cultural no van de la mano.
“Me gusta la idea de que los vencedores tampoco están tranquilos”
En un momento del libro escribes que los que mandan tampoco están tranquilos y que los fantasmas siempre pueden volver. ¿A qué te refieres con eso?
A mí me gusta la idea de que los vencedores tampoco están tranquilos, que es algo que la ficción permite mucho y que en la realidad no pasa tanto, pero por lo menos en la ficción tenemos ese espacio. Es lo que decía antes de la película de Poltergeist: has ganado, has metido a los nativos en reservas, has construido chalets encima de sus sitios sagrados, pero, aun así, no estás del todo tranquilo, porque existe esa cosa de que los espíritus de los nativos siempre están al acecho.
Pensaba el otro día en una historia que se difundió por internet hace seis o siete años. No sé si sabíais que George W. Bush pintaba retratos de mandatarios internacionales; de hecho, llegó a pintar a Aznar e incluso hizo alguna que otra exposición con él posando. Pues hace como seis o siete años se difundió el bulo —muy currado, por cierto— de que, aparte de esos retratos de los mandatarios que había enseñado, había otros que no enseñaba tanto que eran sobre el espíritu de un niño iraquí que le atormentaba. Y eso se difundió un montón: llegó a salir en noticias y se convirtió casi en una leyenda urbana de internet. Creo que, en el fondo, todos lo queríamos creer —yo me lo guardé y me emocioné—, porque de verdad teníamos la esperanza de que el fantasma de un niño iraquí estuviese atormentando a Bush. Finalmente, se supo que era mentira y que no tenía ningún tipo de remordimientos, pero tenía esta cosa que hubiese estado muy bien de “vale, has ganado, has invadido y saqueado el país, pero los muertos te siguen acechando de alguna manera”. Me parece una idea muy potente. Es un poco como darle la vuelta a la famosa frase de Walter Benjamin de que “ni los muertos están tranquilos cuando vence el enemigo”. Bueno, igual podemos ponernos a los muertos de nuestro lado —porque al final son nuestros muertos— para que les atormenten un poco o que, al menos, no estén tan tranquilos. Lo mismo que decíamos de los burgueses y sus criadas en casa: que por lo menos no estén tranquilos incluso aunque ganen.
Cito literalmente un pasaje de Carcoma: “muchas madres odian en secreto a sus hijos y por eso aquí en esta casa nos hemos envenenado tanto unas con otras, porque odiamos lo que nos recuerda a nosotras”. ¿Qué riesgos implica romantizar ciertos elementos de la supuesta vida tradicional como hace Ana Iris Simón?
En realidad, esa frase iba más por la cosa de la alienación: de cómo interiorizas el discurso del patriarcado y de la sociedad de clases y, al final, acabas odiando a los que son como tu en vez de pensar en unirte con ellos. Pero, claro, en la presentación del otro día en Crisi también salió mucho el tema de la nostalgia —cómo no íbamos a abrir este melón—. Yo no me planteé el libro con la idea de hacer un contradiscurso ni nada de eso, pero es verdad que cuando le envié el primer borrador a Munir Hachemi —para que le hiciese una primera lectura—, me escribió y me dijo también: “joder, es un libro muy anti-nostalgia y anti-toda-esta-gente”. Entiendo por qué me preguntas esto, pero, en principio, los tiros no iban por ahí.
Hablábamos en la presentación de que, personalmente, entiendo que, en una situación de incertidumbre, ansiedad, en la que se unen la crisis ecológica, la economía, los salarios, la vivienda, pérdidas de derechos, etc., haya como una cosa de pensar “mis padres, a mi edad, ya tenían una casa”. Es verdad que la tenía el banco, pero tal vez sí que pudieron tener más estabilidad laboral o estabilidad de vida. Ese sentimiento lo entiendo. El problema es construir discurso político a partir de eso, porque de ahí no sale nada bueno, sino solo algo conservador y reaccionario. A partir de ese sentimiento, que es legítimo que puedas tener, se abren dos posibilidades: puedes pensar en organizarte e imaginar políticamente algo más que una hipoteca —es decir, ser más ambiciosos que pedir a un señor banquero que nos deje endeudarnos— o puedes ir hacia una cosa más reaccionaria y conservadora. Son las dos opciones que se dan cuando ese sentimiento individual se convierte en colectivo y se articula políticamente.
Sin embargo, hay mucha gente a la que le está llevando hacia la cosa reaccionaria y conservadora. Me parece un discurso muy deshonesto o que se hace desde un privilegio muy grande: o de verdad estabas en una sociedad de muchísimo privilegio, y por eso no ves que hay mucha gente que no tiene nada que echar de menos de los setenta, los ochenta o los noventa —algo que ni siquiera ves, porque tu privilegio te ponía en otro sitio—, o eres deshonesto, porque estás utilizando un sentimiento que podemos tener todos para llevarlo hacia un discurso reaccionario que, además, sale enseguida. De hecho, me llama mucho la atención que echen de menos cosas tan bajoneras: Felipe González, los Juegos Olímpicos, etc. ¡Es que no fue un período interesante! O echar de menos la hipoteca, el trabajo asalariado y la familia tradicional. Yo creo que podemos pensar algo más que esto.
¿Pero dirías que esta postura tiene una base social a tener en cuenta o que solo es una burbuja de Twitter amplificada por unos determinados personajes?
Creo que puede tenerla. Tienen cierta presencia en Twitter, evidentemente, y pueden tirar de ahí fácilmente. ¿Cómo? Por lo que decíamos antes: ante una situación de precariedad, inestabilidad, etc., te sueltan el “antes vivíamos mejor y hemos ido a peor”. Es muy fácil tirar de una cosa muy emocional que todos podemos sentir para llevárselo a su terreno. Por ejemplo, [Daniel] Bernabé, quien por haber militado siempre en el PCE e IU, sigue dando charlas en el PCE y le siguen invitando a estos espacios. Que tampoco es que el PCE tenga millones de afiliados ahora mismo, pero sí que creo que pueden crecer, porque tiran de cosas muy fáciles aun siendo deshonestos. Al fin y al cabo, la gente que está articulando esto políticamente tiene otra agenda detrás, que tiene que ver con ideologías reaccionarias y conservadoras, de mantenimiento de la homogeneidad y contra la inmigracion, cosas que salen a la luz enseguida. Me da la sensación que no es solo un fenómeno de redes sociales, sino que puede tener el peligro de crecer.
Al final de la novela nos damos cuenta de que la “carcoma” se convierte en una “venganza”, la cual se dirime en términos clasistas y feministas. ¿Cuáles son las posibilidades —o los límites— de actuar políticamente desde el resentimiento y el odio, ya sea de clase, género y/o raza?
Esto viene mucho de Mark Fisher, quien tiene un texto sobre el resentimiento de clase. Es cortito, pero articula muy bien esta cosa de que, frente a la envidia de clase, que es lo que nos intentan inocular —el querer ser como ellos—, hay que oponer el resentimiento: resentir no solo por ti, sino también por tu clase social; resentir no solo por los agravios personales, sino también por lo que históricamente se ha hecho. Por eso decía que políticamente le parecía potente la idea del resentimiento.
Creo que ahora nos relacionamos con la política de forma muy intelectual y poco emocional. Y hacemos muchos análisis y muchos ensayos —yo la primera—, mientras que lo emocional queda siempre en un segundo plano. En realidad, los cambios políticos se hacen mucho más desde lo emocional que desde lo racional. Por poner un ejemplo: durante la Revolución cubana, cuando los Castro, el Che y compañía llegaron en el Granma desde México, tarde y con el alzamiento popular ya fracasado, si uno piensa racionalmente, pues entonces coges y te vas. Pero ellos se van a Sierra Maestra y están allá muchos meses, a pesar de que la mayoría fuesen niños pijos de clase media-alta. Eso es una cuestión emocional, un salto de fe. Al final, cualquier movimiento político —no solo una revolución, sino también una huelga o una manifestación— es emocional. Si tú te pones a hacer cálculos, nunca salen las cuentas: mientras que la represión y los problemas que te van a causar son enormes, las probabilidades de triunfar son pequeñísimas. Esta cosa de poner lo emocional sobre la mesa está muy presente en política, pero me da la sensación que no se reconoce. Es que el sentimiento de pertenencia, a la clase o a la nación, se da incluso en la derecha: no paran de hablar de la bandera de España, que no es más que un símbolo. Para mí, la política se dirime mucho más en términos emocionales que racionales.
Con la crisis ecológica también se ha pensado mucho lo emocional. Se han hecho muchos estudios, tenemos todos los datos, sabemos lo mal que está todo. Se ha comunicado mucho desde la ciencia y lo racional —y está bien y es necesario—, pero igual eso no ha conseguido movilizar a la gente. Porque a lo mejor para articular un movimiento político no se necesitaban tantos datos —pues a veces muchos datos generan un sentimiento de agobio, impotencia, frustración—, sino cosas más relacionadas con la esperanza, el sentimiento de pertenencia, etc. Otro ejemplo: los dos millones de afiliados que tuvo la CNT antes de la guerra. Estoy segura de que toda esa gente no eran convencidos anarquistas; muchos se afiliaron seguramente porque era un sitio del que se sentían parte, donde iban por temas de ocio después del trabajo y podían tomar algo con los compañeros. Es decir, que incluso el sindicato, que suele pensarse como aquella herramienta para conseguir mejoras laborales, cuando tiene mucha afiliación es porque significa algo más, porque hay una cosa de pertenencia, porque todos tus compañeros están ahí. Si solo se plantea la sindicación como un “si estás aquí vamos a conseguir esto”, no se moviliza tanto.
“La potencia de la cultura siempre ha sido su capacidad de generar imaginarios de lo que es posible”
Hace algunos años se hablaba mucho de la batalla cultural, haciendo alusión a una concepción de la cultura que pudiese servir al cambio político. Es lo que la poeta Juana Dolores ha denominado tensión entre belleza e ideología. ¿Cuál debe ser el papel de la cultura y del arte en la militancia política? ¿Se puede articular lucha y estética?
Creo que es una tensión que tiene mucha relación con lo que he dicho antes, con la capacidad de emocionar, con la capacidad de generar imaginarios y con esto de decir “en política hay mucho más de cosas emocionales que de datos o análisis sesudos”. La cuestión es que la cultura ya está jugando un papel en sentido contrario. Es un poco lo que contaba en Utopía no es una isla: todo el imaginario distópico nos ha condicionado clarisimamente el discurso hegemónico que hay sobre el futuro; actualmente, nos imaginamos el futuro como Hijos de los hombres u otras películas distópicas. Deberíamos hacer que el arte jugase un papel mucho más favorable a nuestras posiciones, porque es lo que además siempre se ha hecho. Hay un libro maravilloso de Richard Stites, Revolutionary Dreams, sobre toda la explosion de utopías y movimientos que surgen justo después de la Revolución soviética. Algunos de ellos eran muy locos, pues cada uno de estos autores venía con su movida: desde fundar una religión laica sin dios y, por tanto, recrear todos sus ritos de forma laica, hasta el movimiento de destrucción de las ciudades, pasando por el movimiento de destrucción de los pianos, porque se trataba de música burguesa y lo que había que hacer era ir a las fábricas para grabar el sonido de las máquinas. La potencia de la cultura y el arte siempre ha sido su capacidad de emocionar y generar imaginarios de lo que es posible. Hay veces que primero algo se imagina, primero está en la ficción, y después se hace realidad.
Algo similar a lo que hizo Proletkult…
Es que Proletkult tenía 300 centros diferentes por toda Rusia y 80 000 personas afiliadas al movimiento. Era un verdadero movimiento vanguardista de masas, masivo. En la novela del colectivo Wu Ming, por ejemplo, sale toda esta corriente contra la música clásica y a favor de la destrucción del lujo. Claro, es verdad que las vanguardias estaban de antes, pero lo que hace muy bien la revolución es aprovechar esa ola para ella misma y, por eso, los pintores, los escritores, etc. formaron parte de la revolución. O sea, que aprovecharon ese potencial cultural, que no era demasiado político antes de la revolución —pero era claramente rupturista— para ponerlo a su servicio.
Por ejemplo, el cosmismo ruso anterior a 1917 partía de la idea de que la Tierra iba a salirse de su órbita y podría ser controlada por los humanos para viajar por el universo y colonizar otros planetas. Lo que hizo la revolución fue aprovechar este potencial cultural; de hecho, está en la base de la carrera espacial soviética. Es verdad que la imagen que tenemos de la carrera espacial está mediada por la Guerra Fría, pero ya venía de antes, con elementos mucho más interesantes: la conquista del espacio iba acompañada de la idea de que la civilización comunista ya no sería solo internacionalista, sino interplanetaria. Conquistar otros planetas para extender el sistema comunista por el espacio.
Es más, Konstantín Tsiolkovsky, el “padre de la cosmonáutica” rusa —quien hizo los cálculos para lanzar el primer cohete— era discípulo del mayor exponente del cosmismo ruso, Nikolái Fiódorovich Fiódorov. O sea, que la relación es directa. Además, este último era un tío muy raro, que iba por San Petersburgo sin abrigo a -20 °C y no comía azúcar. Pues Fiódorov tenía una librería y Tsiolkovsky iba de pequeño allá, conoció todas estas teorías y, ya posteriormente, trasladó la filosofía a la práctica. La relación, por tanto, es directa. Y es que el nivel de ambición era brutal: fijaos que pensaban que no solo iban a construir una civilización comunista en la Tierra, sino que la iban a extender por todo el universo.
Durante todo noviembre estás coordinando un curso en la librería-cooperativa Crisi sobre mujeres malvadas y arquetipos femeninos del mal, tales como la viuda negra, la madrastra o la criada asesina. ¿Por qué te ha interesado desarrollar este tema?
La verdad es que ya llevaba bastante tiempo investigando sobre el tema, pero lo que pasa es que no lo había estructurado ni había escrito mucho sobre ello; con la excusa del curso, ahora ha sido la primera vez que le doy algo de forma. Hace algunos años escribí un fanzine sobre mujeres combatientes y la visión que de ellas tenía la prensa: una mezcla de fascinación y erotización por la mujer armada y, a la vez, esto de que la violencia no es cosa de mujeres. Entre sanción y fascinación. No sé si os acordáis de los vídeos de Rojava y de las combatientes kurdas. Eran una mezcla entre orientalismo, erotización… todo mal. De hecho, escribiendo ese texto, justo salió una noticia en el ABC que decía “muere la Angelina Jolie kurda” (sic).
Todos estos arquetipos —esto es, el modelo de conducta, positivo y negativo, al que un grupo social se tiene que adaptar— han sido claves en la dominación de las mujeres. Por ejemplo, el arquetipo de la buena madre, que debe ser una mujer abnegada, que tiene que poner los intereses de los hijos por encima de su propio bienestar, etc. Y, evidentemente, todo arquetipo positivo tiene su contraparte negativa; en este caso, la madrastra o la madre malvada. Como un juego de espejos. Es algo que sigue plenamente vigente, por poner un caso, en el cine de terror. Al principio de El exorcista, la protagonista que será poseída es una madre soltera, actriz y que da fiestas en su casa. En consecuencia, en tanto que mala madre, es cuando el mal entra en su casa. Aquí está funcionando un claro arquetipo.
Los arquetipos pasan muchas veces desapercibidos, pues justamente el poder se mantiene por pasar desapercibido y no dejar ver los mecanismos que lo hacen funcionar. A mí me parece que con los arquetipos de las mujeres terribles están funcionando muchos mecanismos de poder que se siguen reproduciendo. Incluso la endemoniada, que es el arquetipo terrible del siglo XVII —porque como aquí no hubo apenas procesos de brujería, lo que hubo fueron endemoniadas o poseídas—, sigue reproduciendose en muchísimas películas: en toda la saga de Expediente Warren hay posesiones de mujeres que son malas madres —además, en la primera, el espectador se da cuenta de que la mujer está poseída cuando empieza a ser mala madre: a no hacer tanto caso a los hijos, a dejarles llorar, a gritarles, etc.—. Es decir, que hasta el arquetipo típico del siglo XVII, que parecería que en una sociedad secularizada no tendría tanto peso, sigue funcionando tal cual. O Dolores Vázquez y el caso Wanninkhof, cuyo documental acaba de salir. Ahí está funcionando el arquetipo de la lesbiana perversa —que, como escribio Beatriz Gimeno, vendría a ser una mujer lesbiana que seduce a una mujer hetero— y el de la madrastra, porque ella lo era de Rocío y su hermana. Se juntaron los dos arquetipos y así acabó: juzgada y pasando varios años en prisión preventiva, pese a que no era culpable.
¿Dirías que pecamos de cierto consensualismo o miedo al conflicto?
No lo sé, la verdad. Igual este miedo al conflicto es fruto de tener una relación intelectual con la política, en vez de un acercamiento emocional o desde la rabia. Leí una novela de Víctor Serge, Ciudad conquistada, que está ambientada en los días posteriores a la Revolución de Octubre, ya en medio de la guerra civil. En realidad, Serge escribe la novela bastantes años después, cuando ya está muy desencantado con el desarrollo de la revolución, y la escribe para poner sobre la mesa varias críticas. Pues hay un pasaje del libro, que no es nada crucial pero que me parece muy significativo, en el que un intelectual va a dar una charla sobre la Comuna de París en el San Petersburgo revolucionario. Y a la salida de la conferencia, un soldado se le acerca y le dice: “camarada, yo vengué a los comuneros de París”. Y le contesta: “¿cómo que los vengaste?”. Pues parece que hubo un levantamiento de propietarios agrícolas en una zona de los Urales —los cuales estaban especulando con el trigo y dejando morir de hambre a la gente—, por lo que enviaron al Ejército Rojo a acabar con ellos y reapropiarse del grano. El soldado le cuenta que, de camino a allí, estaba leyendo un folleto sobre la Commune y, cabreado por la represión que hubo, vengó a los comuneros aplastando el levantamiento. El soldado lo dice orgulloso, mientras que el intelectual —que se supone que representa la posición de Serge, mostrando más de lo que seguramente el propio autor quería— lo condena, criticando que deberían haber hecho un juicio, etc. Y claro, a mí lo que me parece significativo de ese pasaje es la diferencia entre quien había tenido un acercamiento intelectual a la Comuna —que sabía muchos datos y que era el que iba a dar la charla— y el soldado, que sabía mucho menos y solo había leído un libelo, pero que igual era el que había empatizado más con el dolor de los comuneros, cuya represión fue tremenda. Seguramente no era la intención de Serge mostrar esa diferencia, pero es algo que se ve en los mimbres de la novela.
“El imaginario del colapso no ha reflexionado mucho sobre sus implicaciones y lo fácil que es transitar hacia una suerte de ecofascismo”
Con las últimas noticias relacionadas con la crisis climática, como el pánico mediático por un posible apagón o la falta de suministros en los supermercados británicos por el encarecimiento del transporte marítimo de mercancías, los colapsistas han vuelto a aparecer con su “ya te lo dije” de manual. En Twitter comentabas que estas fantasías de colapso tienen mucho de masculinidad jodida. ¿A qué crees que se debe esta pinza entre un ecologismo pasado de rosca y su mansplaining consiguiente?
Y no solo por el “ya te lo dije” —que también—, sino por el propio imaginario del colapsismo, que creo que es un imaginario muy masculino. En el fondo, es esta cosa del apocalipsis zombi y The Walking Dead: hay un colapso social y entonces tú ya te tienes que organizar y salvar a los tuyos. Eso es un imaginario muy masculino, según el cual piensas que tú solo te vas a salvar. Me parece que esta cosa survivalista, de entrenar y guardar alimentos, es un imaginario que bebe de la peor masculinidad: individualista y basada en la fuerza física —es decir, que en ese escenario, tú, en tanto que hombre, te vas a poder librar y no te va a ir tan mal—. Lo que me pasa con el colapsismo es que tiene ese poso, aunque no se diga explícitamente, de pensar que a ti en el colapso no te va a ir tan mal.
Se trata de algo que está muy relacionado con la idea de que sobra población, de que somos muchos. Claro, cuando los colapsistas dicen esto, no creo que estén pensando en matar a sus amigos, sino que es al otro al que le va a ir mal; hay poco de pensar en cuidados, de pensar en la gente que necesita atención médica, etc. En cambio, el discurso va enfocado a la masculinidad chunga de gimnasio y armas. Pero lo peor es que es imaginación pura y dura: en ese escenario, te podrías morir de una infección de muelas. Ante una falta de suministros médicos y de atención primaria, nos vamos a la mierda tú y todos. Lo de Twitter iba más por aquí, aparte de que el imaginario está totalmente condicionado por las películas distópicas y apocalípticas.
Además, el colapso no va a ser así: la crisis ecológica es un deterioro en el que ya estamos y que va a hacer que poco a poco nos quedemos sin algunas cosas, que se encarezcan los productos, que no lleguen ciertos componentes, etc. O sea, no va a haber un colapso al estilo apocalipsis zombi, sino que va a ser una cosa gradual, un aumento de las temperaturas gradual, etc. Y, aparte de esto, el discurso colapsista paraliza frente al propio colapso, porque si uno piensa firmemente que va a haber un derrumbe civilizatorio, entonces para qué te vas a organizar y movilizar. Bajo este prisma, lo lógico es que te pongas a aprender artes marciales, pero no a militar o formar parte de un colectivo.
Por último, el imaginario del colapso no ha reflexionado mucho sobre sus implicaciones y lo fácil que es transitar hacia una suerte de ecofascismo. Es algo que ya está pasando. Marine Le Pen ya ha dicho que las fronteras son la mejor forma de proteger el medio ambiente, porque los inmigrantes son gente a la que no le preocupa la crisis ecológica en tanto que no tienen patria. El colapsismo puede derivar en una militarización —aún mayor— de las fronteras o en una expulsión de gente migrante o de otras nacionalidades.
Más allá de esto último, es evidente que estamos inmersos en una crisis climática y energética de dimensiones civilizatorias. ¿Cómo se combate la desesperanza que genera, por ejemplo, la noticia que conocíamos esta semana sobre la enorme brecha que existe entre lo que los países dicen que emiten y lo que realmente están haciendo —y que apunta que ya habríamos alcanzado el 25-40 % de lo que podemos emitir para no sobrepasar los 1,5 °C—?
Es perfectamente normal, dada la situación en la que estamos, tener miedo, ansiedad o incertidumbre —yo también las tengo—. Y es que, además, la esperanza idiota tampoco lleva a ningún sitio, como la del salvacionismo tecnológico que dice “no pasa nada, sigamos como estamos que ya inventarán una máquina que capture carbono”. La esperanza idiota per se es igual de negativa. Pero sí que es verdad que cuando tienes miedo hay varias posibilidades, y diría que la clave pasa por transformar colectivamente esas ansiedades en algo político. En traducir ese miedo —y seguir sintiéndolo— para salir de la parálisis, lo cual solo puede hacerse en colectivo. ¿Cómo? Militando y participando en diferentes espacios; tú solo en tu casa no lo vas a poder hacer. La potencia política siempre pasa por juntarte con otros que también tienen incertidumbres, pero que conjuntamente igual pueden convertirse en otra cosa.