Por Eli C. Casas y Jaime Caro
El pasado seis de enero fuimos testigos con cierta sorpresa de un hecho histórico, por primera vez en los más de 200 años de la República de los Estados Unidos de América, su capitolio era asaltado por su propio pueblo. Intento de golpe de Estado o no -puesto que buscaban los votos certificados del Colegio Electoral para destruirlos, dejando a la República en un limbo constitucional- tenemos que ir más allá en el análisis. ¿Quiénes eran estas personas? Y, quizás lo más importante, ¿qué los llevó a quebrar la santidad de las instituciones estadounidenses? La segunda pregunta es más fácil de contestar que la primera. La presidencia de Trump ha supuesto un proceso de continuo desgaste de las instituciones de la nación, siendo el ataque al voto por correo—iniciado durante la campaña electoral—el hilo rojo que une la deslegitimación institucional con el asalto al Capitolio, siendo esta la consecuencia última y lógica, la culminación del proceso.
Allá por los meses de septiembre y octubre, en plena segunda ola de la pandemia los estados sureños y del Midwest, se empezó a vislumbrar el voto por correo como la opción de voto más segura para millones de estadounidenses, para mantenerse a salvo y contener la expansión del virus. En estos momentos Trump lanzó el primer ataque: “el voto por correo no sólo no es seguro, es manipulable”, e instaba a sus votantes a votar de forma presencial. Desde ese mitin se desató una campaña de continuo desprestigio por parte de Trump, que cuestionaba no sólo el proceso electoral, sino la democracia estadounidense en su totalidad.
Trump, cuya reelección estaba asegurada en marzo de 2020, se encontraba que su pésima—inexistente incluso—gestión de la pandemia le podía arrebatar la presidencia, entendida por él ya como lo único que le mantendría a salvo de las posibles condenas por diversos juicios que arrastra desde 2015. Se esperaban unas elecciones ajustadas entre un Trump con casi todos los deberes hechos y bailando el Y.M.C.A contra un Partido Demócrata con un líder muy poco carismático, Joe Biden, y una vicepresidenta, Kamala Harris, que, si bien había dado un giro progresista, fue escogida por su historial de mano dura con la inmigración, deportación de migrantes y encarcelación como fiscal general del Estado de California.
La estrategia tras la campaña de deslegitimación del voto por correo sigue la siguiente lógica: primero se iban a contar los votos presenciales (mayormente republicanos) y luego los del correo (mayormente demócratas) con lo que Trump, a medianoche, podría darse como vencedor de las elecciones en los estados clave y pedir el que se parase el recuento, y así sucedió, aunque todas las cadenas de televisión daban por sentado que con la ingente cantidad de voto por correo que quedaba por contar, Joe Biden tenía medio asegurada la presidencia. Todos recordamos los primeros días de noviembre, una semana con el corazón en un puño y un Trump muy tranquilito en comparación con este último mes.
Cuando la Fox anunció la victoria de Joe Biden, los seguidores de Trump ya pensaban que el fraude electoral a gran escala se había producido. La confianza en las instituciones y en la propia democracia ya se había quebrado, y los seguidores de Trump volvieron a sus vidas descontentos, descorazonados y desconectados. Así se mantuvieron hasta el seis de enero. No creemos que Trump deseara un golpe de Estado, sin embargo, es poco casual que se organice un mitin a escasos metros del sitio en que se realiza el recuento de votos electorales, el único momento del proceso que va desde diciembre a enero en que hay una posibilidad real de destruir las tres cajas de madera que los contienen, dejando al país en un verdadero limbo. Aún es más sospechoso que no hubiese un despliegue policial para dar respuesta a tal concentración, parecido al que se programó para la Marcha por el Clima, potestad que recae directamente sobre la Presidencia, puesto que Washington DC no es un estado y no dispone de los poderes para desplegar la Guardia Nacional.
Ahora, la cuestión apremiante: ¿Quiénes son estos personajes, y por qué deben preocuparnos? Los asaltantes del capitolio han sido designados como fascistas, extrema derecha, supremacistas blancos… a nuestro entender, la palabra correcta para definirlos es seguidores de la Alt-Right, categoría que incluye todo lo mencionado anteriormente, más los seguidores de la teoría QAnon y la Alt-Lite, esto es, seguidores de la Alt-Right que no comulgan necesariamente con el supremacismo blanco. En la base del pensamiento de la Alt-Right se encuentra la supremacía de la raza blanca, la xenofobia, el antisemitismo y la paranoia. Intenta camuflarse como una suerte de liberalismo político, una opinión más entre tantas, igualmente respetable. Nada más lejos de la realidad. La Alt-Right es la reacción a la deconstrucción de las categorías de raza y de género que están haciendo el movimiento antirracista y feminista en los Estados Unidos.
Si bien hay creyentes de la Alt-Right que son abiertamente neonazis y que entroncan el nazismo con el racismo sistémico estadounidense, hay otro nivel de supremacismo blanco velado, camuflado la sociedad, que puede pasar fácilmente desapercibido. En una suerte de entendimiento de la sociedad civil “a lo Locke”, los seguidores de la Alt-Right entienden que hay individuos con cosas comunes que se unen en comunidades políticas para conseguir sus demandas. A partir de aquí se articula el verdadero discurso Alt-Right: piensan que el movimiento Black Lives Matter o el movimiento feminista usan su capacidad de lobby para recaudar más atención de los gobernantes y obtener más derechos. Bajo esta visión, los blancos en su conjunto, y los hombres blancos en particular, se han quedado atrás y están perdiendo derechos por no haberse organizado como blancos y como hombres. Por lo tanto, podemos decir que la Alt-Right es en su gran medida la reacción de los opresores al ver que su privilegio es un castillo de naipes que es “fácil” de echar abajo con los análisis feministas y teóricos de Black Lives Matter.
Solo así podemos entender porque muchos altrighters se definen a sí mismos como luchadores por los “White Civil Rights”. El núcleo duro pero minoritario de la Alt-Right son los neonazis, los etnonacionalistas y los supremacistas blancos, pero la gran mayoría de este movimiento político son gente que, si se le pregunta, están en contra del racismo, pero que piensan que el hombre blanco debe organizarse para reclamar derechos, como una identidad más. El éxito de la Alt-Right radica en saber presentar como respetable el supremacismo, diciendo que los hombres blancos son una identidad más, igual de respetable que las demás.
Podríamos dar otra vuelta de tuerca al análisis echándole un vistazo al grupo “Women for Trump” siendo este quizás el mejor ejemplo. Estas mujeres que se autodefinen como “conservadoras”, piensan que el feminismo “está bien”, que es medio respetable, pero eso es para otra identidad de mujeres. Ellas quieren ser de otra manera, quieren ser de las mujeres de antes, quieren tener hijos, quedarse en casa y no oír ni hablar del amor libre. Perciben al movimiento feminista no tanto como una degeneración—como si se ve así en las altas esferas de la Alt-Right—sino como una lucha que responde a una identidad de mujer “progresista” que lucha por tener otra vida, diferente a la de las mujeres conservadoras. De hecho, si se ven entrevistas a las líderes del grupo de mujeres trumpistas, estas explican que lo único que quieren es que se les respete su estilo de vida, viendo al feminismo como una amenaza a este, diciendo algo tan simple como que el lugar de la mujer no es el de la cocina.
Para comprender el fenómeno de la Alt-Right hay que huir de ciertos análisis que vienen a decir que esta clase obrera blanca de Michigan está muy cabreada porque le deslocalizaron las fábricas de coches y se han agarrado al único que les brindaba promesas de seguridad económica. Recordemos una de las muchas facetas trumpianas, el discurso antiglobalización y proteccionista que iba a traer todos puestos de trabajo que Bill Clinton había enviado a China. Obviamente hubo gente que se movió en estas coordenadas, pero el movimiento Make America Great Again no es tanto el sueño de la vuelta a un país manufacturero, como un intento de volver a la América blanca, aquella en la que el hombre blanco tiene la certeza de que va a ser mejor que alguien.
Como todo movimiento, la Alt-Right que se presentó en 2016 no es la misma que la que está presente hoy en día, pero bebe de las mismas fuentes, aunque haya mutado y dado pie a movimientos sorpresivos como QAnon. Este último es casi una Alt-Right hecha a la medida de Trump y a su presidencia, siendo la más revulsiva de todas y la que probablemente vimos con mayor potencia en el asalto al Capitolio. Si atendemos a los perfiles de aquellos que participaron en el asalto, tenemos hasta a un millonario que se desplazó en jet privado a DC, pero también a gente ordinaria de Michigan, Texas y Arizona, que viajaron para reunirse con el único líder que, en la fantasía Qanonista, lucha contra las hordas de pedófilos que gobiernan el país. Es decir, nos encontramos con un perfil variado que no responde únicamente al de la “clase obrera alienada por el fascismo/racismo”.
Desde la victoria de Trump en 2016 se ha argumentado que su éxito respondía—y responde—a la pauperización y degradación paulatina de las condiciones materiales de vida de sus bases. Sin embargo, hay algo más, puesto que la Alt-Right ha conseguido significar esta pauperización en términos identitarios. Por lo tanto, no debemos caer en “trampas de la diversidad” y pensar que toda la problemática que da alas a este movimiento se puede cortar únicamente con políticas económicas “de izquierda”.
Un nuevo ciclo
Con los sucesos del Capitolio a las espaldas, Estados Unidos empieza un nuevo ciclo, con unos demócratas cómodos, pero sin líder fuerte, y unos republicanos divididos y huérfanos. Estos últimos deberán levantar cabeza, reformularse y decidir qué hacer con el Make America Great Again. ¿Puede permitirse el Partido Republicano volver a los días pre-Trump, al republicanismo más estándar, más clásico, representado por figuras como Mitt Rommney? Sencillamente no. El partido no puede abandonar el MAGA movement, el cual, pese a todo, le consiguió la presidencia en 2016 y sigue constituyendo una parte importante de sus bases. Sin embargo, tampoco pueden seguir ahuyentando a los republicanos más moderados, y esta es precisamente la problemática sobre la cual deberán moverse.
Otra cuestión que debe ocuparnos: ¿Quién heredará el trumpismo, o, mejor dicho, a los trumpistas? Cuatro años son una eternidad en política estadounidense, y que los sucesos del Capitolio hayan provocado la ‘muerte política’ de Trump no tiene porqué pesar sobre su estirpe—en el sentido literal de la palabra—ni tenemos por qué esperar una purga de los trumpistas en el partido. Se ha especulado mucho estos últimos cuatro años sobre las posibles carreras presidenciales de Ivanka o Eric Trump, quienes deben procurar reaccionar debidamente al asalto al Capitolio, si no quieren ver comprometido u extinguido su futuro en la Casa Blanca. Lo mismo se aplica a otras figuras republicanas que han sido más o menos cercanos a Trump a lo largo de estos cuatro años, cuyos nombres asoman en las primeras encuestas sobre las primarias republicanas: Mike Pence, Tom Cotton, Nikki Haley, Ted Cruz…
Una derecha fracturada es el mejor escenario para los demócratas, quienes tendrán los próximos dos años la Casa Blanca, el Congreso y el Senado. Ahora bien, ¿aprovecharán esta oportunidad dorada? El senior por excelencia del ala progresista del Partido Demócrata, Bernie Sanders, advierte que, en 2008, cuando los demócratas también tenían el control unificado del Congreso, no cumplieron con el pueblo americano—no mejoraron sustancialmente la vida de los americanos en ningún aspecto—y ello provocó la oleada roja en las elecciones de medio término de 2010, perdiendo así la mayoría demócrata en la Cámara de Representantes. El senador de Vermont lo tiene claro, es tiempo para un gobierno asertivo, dispuesto a proveer en los aspectos que han sido sus políticas insignia a lo largo de la pandemia: medidas de compensación directa, esto es, transferencia directa de dinero a la población (los famosos cheques, que han supuesto ya un calvario en sí mismos), cancelación de la deuda estudiantil, congelación de hipotecas y alquileres y provisión de sanidad como derecho público y universal.
El papel de los progresistas y del nuevo Squad, ampliado con la llegada de Cori Bush y Jamal Bowman al Congreso, será crucial en estos dos años que vienen antes de las próximas elecciones de medio término. Recientemente han tenido un duro encontronazo con sus bases al que deberíamos prestar atención, respecto a la estrategia que deberían seguir para conseguir una votación en la Cámara de Representantes sobre el Medicare for All. Algunas voces de la izquierda—Jimmy Dore, Kristal Ball o Kyle Kulinski, entre otros—sugirieron bajo la petición Force The Vote, que los progresistas retuvieran su voto de apoyo a Nancy Pelosi como Presidenta de la Cámara de Representantes a cambio de una votación en la Cámara respecto al M4A. En última instancia, las peticiones de sus bases no fueron respondidas por el Squad, estos votaron por Pelosi—quien representa a ojos de la izquierda la viva imagen del peor tipo de corporativismo demócrata—sin concesiones tangibles a la agenda progresista.
Algo parecido está pasando con los progresistas y cuestión del impeachment y la enmienda veinticinco, la cuál ha sido fuertemente respaldada—incluso capitaneada—por miembros del Squad, como Ilhan Omar o Cori Bush. Hay quiénes se podrían cuestionar, y se cuestionan, la utilidad de hacer un impeachment a pocos días de la toma de cargo de Joe Biden, con un Trump absolutamente deslegitimado y con el debate sobre el fraude electoral agotado por la vía judicial. Sin embargo, se puede entender como un acto de respuesta y censura colectiva— ¿bipartisana? —que condena de manera taxativa los sucesos del pasado miércoles, trazando una línea roja definitiva y castigando en consecuencia, dejando patente que la maquinaria estatal funciona, y que la democracia estadounidense puede responder adecuadamente a semejantes amenazas.
Podemos esperar muchos más desencuentros de este estilo en estos dos años que están por venir, puesto que los progressives tienen una agenda clara, compartida y definida, pero difieren en cuestiones de estrategia sobre cómo materializar dichas políticas, cómo ganar peso dentro del propio partido, o cómo relacionarse con él. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que hay una diversidad de sensibilidades y colores en el nicho progresista del partido—a saber, Justice Democrats, Democratic Socialists of America—cada una con su idiosincrasia y sus particularidades, por lo que no debe sorprendernos que estas tensiones salgan a la superficie de manera recurrente.